Martín Caparrós 27.03.2008
El error siguiente del Gobierno fueron esos días de inmovilidad e intransigencia mientras el movimiento crecía y se recalentaba: supusieron, supongo, que se caería por su propio peso, y pasó todo lo contrario. Hasta que llegaron las frutillas de la torta, por ahora. El primer error del martes fue el discurso de Kirchner: ¿cómo puede ser que un aparato político poderoso, que goza de todos los recursos del Estado, no alcance para prever que un discurso de confrontación iba a tener el resultado incendiario que finalmente tuvo? ¿No tiene la señora presidenta gente que compulse la famosa opinión pública, que le aconseje gestos que la favorezcan, que le proponga soluciones que solucionen algo?
Y, enseguida, el segundo error bruto: mandar tropa para “reconquistar la Plaza”. ¿No pensaron que esas imágenes de violencia en la calle, magnificadas por la falta de policía –que alguien desde el Gobierno retiró–, serían tan irritantes, tan contraproducentes para sus intereses? ¿No pensaron que, llegado este punto, sus aliados estarían en problemas y empezarían a mirarlos con recelo? En los últimos días, los gobernadores, los intendentes, los sindicalistas, los legisladores de las provincias productoras –que parecían incondicionales– se debaten entre apoyar al Gobierno que los financia y pelearse con las personas que los votan, o viceversa. Algunos empiezan a elegir viceversa, y el Gobierno se va debilitando.
La crisis se va a resolver de algún modo, aunque todavía no esté claro cuál. Lo que seguirá siendo, después, preocupante es la incapacidad: ¿van a seguir cometiendo errores tras errores? ¿Será que realmente no saben lo que hacen? ¿O todo tiene una lógica que no consiguen explicarnos?
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