Pues únicamente los hombres inventan mundos subyacentes, dioses o un solo Dios: solo ellos se posternan, humillan y rebajan; solo ellos fantasean y creen firmemente en historias inventadas con esmero para evitar mirar cara a cara su destino; solo ellos, a partir de esas ficciones, construyen un delirio que arrastra consigo una retahíla de disparates peligrosos y nuevas evasivas; solos, según el principio de máxima estupidez, trabajan con ardor por la realización de lo que, sin embargo, esperan evitar mas que nada: la muerte.
¿La vida les parece insoportable con la muerte como fin ineludible? Rápidamente se avienen a llamar al enemigo para que gobierne su vida; desean morir un poco, con regularidad, todos los días, a fin de creer, cuando llegue la hora, que les sera mas fácil morir. Las tres religiones monoteístas incitan a renunciar a la vida del aquí y ahora, con el pretexto de que algún día sera necesario resignarse a ello: preconizan un mas allá (ficticio) para impedir el goce pleno en la tierra (real). ¿Su combustible? La pulsión de muerte y las incesantes variaciones sobre el tema.
¡Extraña paradoja! La religión responde al vació ontológico que descubre todo el que se entera que va a morir un día, que su estadía en la tierra esta limitada en el tiempo y que la vida se inscribe brevemente entre dos nadas. Las fabulas aceleran el proceso. Instalan la muerte en la tierra en nombre de la eternidad del cielo. Por ello, arruinan el único bien del que disponemos: la materia viva de una existencia cortada de raíz con el pretexto de su finitud. Ahora bien, dejar de ser para evitar la muerte es un mal calculo. Pues dos veces pagamos a la muerte un tributo que hubiese bastado con pagar una vez.
La religión surge de la pulsión de muerte. Esa extraña fuerza perversa en el vació del ser trabaja para destruir lo que es. Donde algo vive, se expande, vibra, se mueve una fuerza contraria indispensable para el equilibrio que desea detener el movimiento e inmovilizar el flujo. Cuando la vitalidad abre caminos, cava galerías, la muerte se activa, es su modo de vida, su manera de ser. Echa a perder los proyectos de ser para destruir el conjunto. Venir al mundo es descubrir el ser para la muerte; ser para la muerte es vivir día a día el descuento de la vida. Solo la religion parece detener el movimiento. En realidad, lo precipita...
Cuando se vuelve contra uno mismo, la pulsión de muerte genera todas las conductas de riesgo, los tropismos suicidas y las exposiciones al peligro; dirigida contra el otro, genera agresión, violencia, crímenes y asesinatos. La religión del Dios único se adhiere a esos movimientos: trabaja a favor del odio hacia si mismo, el desprecio del cuerpo, el desprestigio de la inteligencia, la denigración de la carne y la valorización de todo lo que niega la subjetividad gozosa; proyectada contra el otro, fomenta el desprecio, la maldad y la intolerancia que dan lugar a los racismos, la xenofobia, el colonialismo, las guerras y la injusticia social. Una mirada a la historia basta para comprobar la miseria y los ríos de sangre vertidos en nombre del Dios único...
Los tres monoteismos, a los que anima la misma pulsión de muerte genealógica, comparten idénticos desprecios: odio a la razón y a la inteligencia; odio a la libertad; odio a todos los libros en nombre de uno solo; odio a la vida; odio a la sexualidad, a las mujeres y al placer; odio a lo femenino; odio al cuerpo, a los deseos y las pulsiones. En su lugar, el judaísmo, el cristianismo, y el islam defienden la fe y la creencia, la obediencia y la sumisión, el gusto por la muerte y la pasión por el mas allá, el ángel asexuado y la castidad, la virginidad y la fidelidad monogamica, la esposa y la madre, el alma y el espíritu. Eso es tanto como decir "crucifiquemos la vida y celebremos la nada". "
Extraído de Michel Onfray, Tratado de Ateologia, Pags. 89, 90, y 91, Ed. de la Flor.